Los padres victorianos suelen tener muy mal renombre. Recordemos al denostado padre de Virginia Woolf, cuya muerte se festejó en la familia casi ostentosamente; o al de las hermanas Brontë, que le quemó el único vestido de seda a su mujer por alegre y frívolo, o bien al padre de Elizabeth, la poeta inglesa más famosa del siglo XIX: Mr. Edward Barrett Moulton Barrett, un autócrata que debe de haber dedicado su vida al ejercicio de su poder paterno y a controlar su cumplimiento, un hombre de maldad casi grotesca que les prohibió a sus doce hijos -la mayor era Elizabeth- casarse y hasta enamorarse. Con esos antecedentes, Mr. Edward Barrett sólo podía aspirar a la desobediencia clandestina y a un alegre y aliviado entierro. En la ficción caricaturesca y casi incestuosa de la obra teatral Los Barrett de Wimpole Street, de Rudolf Besier, se le atribuyen sentimientos anormales hacia su hija Elizabeth, una intelectual incansable, traductora del griego y del latín y de varias lenguas modernas. Tal vez haya sido ella misma la que se aferró casi con inocencia a su papel pasivo de inválida, ya que eso le permitía evadirse con más facilidad del control paterno y eludir las duras faenas domésticas, la maternidad numerosa -de la que fue víctima su madre- y la vigilancia social a la que estaban sometidas las mujeres de entonces. Como no era católica sino protestante, no podía buscar refugio para su pasión literaria en un convento, y el recurso a la invalidez la hacía, paradójicamente, más libre. Su padre sólo objetaba el acceso de la hija a textos libertinos como Tom Jones, pero no le prohibía las más obscenas y violentas historias de las guerras de religión y del comportamiento de gobiernos, ejércitos y políticos.
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1 comentario:
Gabby, gracias por toda la data literaria que estás dando. Ya la extrañaba.
Besos, Amy
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